Nació en Buenos Aires
el 23 de diciembre de 1831. Llegó al mundo cuando su tío Juan Manuel de Rosas
era el hombre fuerte de la Confederación Argentina. Fue hijo de un guerrero de
la Independencia que peleó al lado de San Martín, gobernó la provincia de Entre
Ríos y le dio la primera Constitución, luchó contra los brasileños en Ituzaingó
y defendió la causa nacional en la Vuelta de Obligado. Su madre era Agustina
Ortiz de Rozas, hija de Agustina López de Osornio y de un soldado que peleó
contra los ingleses emparentado por rama materna y paterna con la crema de la
clase alta porteña, Lucio estaba llamado a ser lo que fue: “un niño bien”, un
joven patricio y un dandy porteño.
Se jactaba de ser un hombre de honor y efectivamente lo era.
Más allá de sus ironías, humoradas y desplantes, en lo que importa se tomó la
vida en serio. Como la mayoría de los hombres, a veces fue feliz, a veces
desgraciado, pero siempre se preocupó por ser leal a sí mismo.
Su elegancia no era frivolidad, era estilo; podía ser algo
vanidoso y pagado de sí mismo, pero todos estaban dispuestos a perdonarlo
porque hasta en sus errores era distinguido, encantador. Le gustaba llamar la atención, era ostentoso y
desprejuiciado, pero la simpatía y el buen humor lo protegían de la
maledicencia y la envidia.
Amigo de los amigos, generoso, espléndido y ocurrente,
seducía a los hombres con su ingenio y a las mujeres con su encanto. Escucharlo
hablar, relatar historias, fue un privilegio de sus amigos, una discreta forma
de la felicidad. Hablaba como escribía; su estilo era coloquial, pero lo suyo
era el coloquio de un gentleman, de un hombre que ha vivido, ha observado el
mundo y ha sacado algunas conclusiones que se permite confiar, entre otras
cosas, porque nunca está del todo satisfecho con ellas y mañana puede decirse
exactamente lo contrario de lo que dijo. “Yo creo que un hombre que piensa seis meses
de la misma manera no puede pretender que no está equivocado” una frase que muy
bien podría haber firmado Oscar Wilde”
Su humor, fino, sutil, no era ni agresivo ni hiriente.
Aparentemente no tomaba nada en serio, pero estaba lejos del cinismo y cada vez
que las circunstancias lo exigieron demostró que era capaz de jugarse por las
cosas que consideraba importantes. Se podía criticar sus errores, sus
inconsecuencias, sus desplantes, el despilfarro de su talento, pero era muy
difícil odiarlo y mucho más difícil ignorarlo. Concibió su vida como un gran
espectáculo y él se consideró el galán y el primer actor de esa formidable
puesta en escena.
Puede que haya pensado la vida como un juego, pero como un
juego que a veces podía ser peligroso. Sus imprudencias, sus incorrecciones le
costaron postergaciones políticas y sociales, pero en ese campo siempre
prefirió darse el gusto: “No habiendo podido dominarme, di rienda
suelta a mi lengua y, como era natural, contrajo el mal hábito de pensar sin
reserva. Eso me proporcionó muchos goces e igual número de enemigos”
Disfrutó de los privilegios que le ofrecieron la vida y su
clase social, pero en muchas ocasiones pagó un alto precio por esos beneficios,
precio que ni sus enemigos ni sus amigos conocieron porque, como todo
caballero, consideraba que no era ni elegante ni honorable abrumar al público
con sus pequeñas desgracias.
Fue un hombre del poder porque desde que nació estuvo
relacionado con el poder. En su casa, o en la casa de sus tíos, se hablaba de
la gran política nacional, de las intimidades del poder, con la misma
naturalidad y frescura con que en otras casas se comentaban los cambios de
estaciones.
Se respetaba y se quería demasiado a sí mismo para ser
humano o modesto. “Mi vicio favorito no es el orgullo que finge humildad”, decía
mientras se acomodaba la capa. Sus amigos apreciaban su exquisito sentido del
humor, sus modales distinguidos, su genuino spleen.
Los que no lo conocían podían calificarlo de inconstante, superficial, frívolo.
Los que lo conocían sabían que esos atributos eran una máscara, pero una
máscara con la que le gustaba identificarse, al punto que más de una vez ni él
mismo sabía cuál era su verdadero rostro.
Su elegancia no le impidió ser valiente; su frivolidad no le
impidió ser, junto con Sarmiento, el mejor escritor del siglo XIX; su escepticismo no le impidió apasionarse y su
estilo de dandy no le impidió sufrir.
Como todos los hombres que se proponen pasar por el mundo para hacer algo más
que dormir y comer, se interrogó a fondo sobre el sentido de la vida y el
misterio de la vida.
Los que dudaron de su coraje aprendieron a respetarlo cuando
quizá para ellos era demasiado tarde; los que pusieron en tela de juicio su talento
debieron resignarse a aceptar que escribía muy bien y que su literatura era
liviana y espumosa sólo en las apariencias.
Mas que un oligarca, Mansilla fué un patricio, pero si
alguien esa distinción le parece demasiado abstracta o sutil, habría que decir
que, si efectivamente Mansilla fue un oligarca, no cualquier oligarca fue como
él.
Por linaje familiar, por educación y elección de vida
perteneció a las clases altas en un tiempo en el cual todavía esas clases
tenían algo que darle a la Nación. Es probable que un personaje como Lucio sólo
hubiera podido existir en el tiempo histórico en el que le tocó actuar. Pero
esa afirmación podría hacerse extensiva a todos, ya que nadie, ni siquiera el
personaje más anónimo, es ajeno a la historia.
FUENTE: Rogelio Alaniz. Hombres y mujeres en tiempos de
orden. De Urquiza a Avellaneda. Universidad Nacional del Litoral. Rubinzal-Culzoni
Editores. Santa Fé, Argentina, 2007
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