Por Maximiliano Gregorio-Cernadas
Templo de Walhalla, inaugurado el 18 de octubre de 1842.
El recinto, decorado con lujosos materiales, fue destinado a funcionar como una suerte de "salón de la fama" y albergaba bustos y placas que recordaban a las grandes personalidades de la "cultura pangermana", en el más laxo y caprichoso sentido de la expresión, incluyendo reyes ingleses, pintores flamencos y músicos austríacos, con remotos vínculos alemanes.
Interior del Templo de Walhalla.
Como ya estará adivinando el lector, el "templo" ofrece a los extranjeros no impresionables un aire de irrealidad, de criterios conceptuales extravagantes y una estética tan pueril como la mayoría de las desmesuradas construcciones que encomendó más tarde su hijo, Ludwig II, el trastornado rey bávaro responsable del castillo en el que se inspiró Walt Disney y que fue destronado por insano. Para el resto de los visitantes, el sitio podría parecer sagrado.
Castillo de Neuschwanstein en Baviera.
En cualquier caso, en este artículo no se trata más que de constatar que algunos pueblos no se imponen límites demasiado rigurosos al difundir su historia ante el gran público. Algo similar ocurre en países como Francia o Inglaterra, paradigmas de cómo construir historias gloriosas para consumo mundial, aun a partir de sucesos truculentos. De lo que no cabe duda es de que, más allá de la rigurosidad que pueda hallarse en ambientes académicos, la imagen popular que las artes y los medios reproducen en esos países está casi siempre basada en el respeto, la dignidad y la exaltación de los actores históricos. Una versión de la autoestima.
Por el contrario, en la Argentina del último medio siglo se han venido desarrollando dos procesos nefastos respecto de la mirada popular sobre la historia. Por un lado, la sanguinaria e irresuelta disputa de revisionistas versus academicistas se extendió sin freno e impidió una mirada serena, madura e inteligente de nuestro pasado.
Esta polémica alimentó desde la violencia civil hasta exaltaciones mesiánicas del tipo del "Altar de la Patria".
El segundo y más reciente cáncer de la historia de los argentinos es la amplia difusión que se está imponiendo de una suerte de anti Walhalla, del que ningún personaje histórico escapa. Una banalización suicida de nuestra historia, demorada en ruindades, y que conduce inexorablemente a una visión pesimista de nosotros mismos, asumida con resignación por la gente que poco o nada ha leído en serio sobre el tema.
El hecho es que seguimos discutiendo sobre Rosas, Roca, Perón, Eva y el Che, como si nada hubiéramos aprendido sobre el tema y continuáramos siendo eternos adolescentes exaltados y parricidas de los años 70. A ello se ha sumado ahora que, a pesar de que el Walhalla argentino contiene nombres insuperables en el nivel mundial en sus especialidades -San Martín, Alberdi, Saavedra Lamas, Houssay, Ginastera, Leloir, Milstein, Pérez Esquivel, Borges y Piazzolla, amén de los nombrados, entre una larga lista-, proliferan advenedizos diletantes de la historia, expertos en "descubrir" -como ya lo profetizó Discépolo- los peores aspectos de cualquier prócer argentino.
César Milstein (1927-2002).
Premio Nobel de Medicina (1984).
Hoy, cualquier escritorzuelo o seudointelectual es capaz de clavar la más artera de las puñaladas a figuras del tamaño de San Martín o Borges, con tal de ganarse un mínimo espacio en el mundo (invitaciones internacionales, micrófonos, líneas en la prensa; en fin, los conocidos cinco minutos de gloria), especialmente si se lo recita con aire de intelectual, frente a extranjeros que no saben de qué se habla, pero que están dispuestos a gozar del desconcertante espectáculo que brindan algunos argentinos cuando, al intentar salvarse denigrando a sus compatriotas, no hacen más que devorarse a sí mismos.
Como en este momento la sociedad argentina, y en especial sus jóvenes, reclaman a gritos modelos y conductas ejemplares, y eso es escaso en nuestro presente, se torna cada vez más acuciante la necesidad de recurrir a los muertos para buscar la luz que los oriente entre tanta oscuridad, producto de la droga, la violencia, la desocupación, la marginalidad y la desesperanza a la que contribuyen estos profetas del odio.
Por eso, llegando al Bicentenario de esta bendita tierra que nos ha tocado en suerte, les cabe a los docentes, a los periodistas y a los intelectuales, pero muy especialmente a los padres, la enorme responsabilidad de revertir este proceso de manoseo vil del pasado y rescatar la apasionante moraleja ética y épica de la historia argentina con la madurez que ofrece el tiempo, la verdad que revela la ciencia histórica, la indulgencia que exige la responsabilidad social y el respeto que impone el amor a nuestra tierra.
No se trata de elaborar panegíricos ciegos ni listas de réprobos y elegidos, porque nadie es perfecto, ni en la Argentina ni en ninguna parte del mundo, sino de aprender a distinguir lo valioso de lo olvidable en cada personaje y su conducta, lo que nos enorgullece y debemos recordar de lo que conviene descartar y no repetir.
Más que libros superficiales de rápida venta, se requieren manuales sencillos que exalten a niños y jóvenes de entusiasmo y esperanza, relatándoles las proezas de aquellos prohombres que sobran en la historia argentina, muchos de ellos de celebridad internacional y cuya lectura llene los ojos de lágrimas a maestros y alumnos en las aulas, tanto como a padres y a hijos antes de dormir.
Si los adultos argentinos nos abocáramos a quitar el tizne con que los incendios iconoclastas han oscurecidos los bustos de nuestros próceres, descubriríamos para las jóvenes generaciones de argentinos el mármol glorioso de la noble estirpe que descansa en el Walhalla argentino aguardando a ser convocada una vez más al servicio de la patria.
© LA NACION El autor es diplomático de carrera, especializado en política exterior cultural. Publicado en La Nación impresa el sábado 5 de mayo de 2010.
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