Con motivo de la reedición de Entre nos (El Elefante Blanco y María Rosa Bemberg) se evoca a uno de los grandes autores argentinos del siglo XIX: un héroe de capa y espada, que se movía con igual soltura en las cortes europeas y en las tolderías, que seducía con su charla a caciques y emperadores.
"¡Qué hermoso debe de ser con sus plumas!", exclamó la dama francesa cuando le informaron que el caballero, tan apuesto y elegante, que en aquella fiesta en París le había llamado la atención hasta el punto de requerir -discretamente- sus datos, era un militar argentino. Para el europeo medio, salvo contadas excepciones, la Argentina era todavía, allá por 1880, una región nebulosa donde el Brasil llegaba hasta el Río de la Plata y las pampas interminables se mezclaban con las espesas florestas tropicales, pobladas por salvajes pintorescos, como los representaron, en el siglo anterior, los frescos de Tiépolo y las tapicerías de los Gobelinos.
Enterado de aquel comentario, el personaje aludido, el entonces coronel y luego general Lucio Victorio Mansilla, rió de buena gana, lo anotó en su prodigiosa memoria -que conservaría hasta la muerte- y no dejó de envanecerse ante la idea de revestir su espléndida figura con el colorido plumaje atribuido por la imaginación popular a los nativos del Plata. ¿Por qué no? Al fin y al cabo, toda su vida vestiría con un estilo muy personal, muy propio, inimitable y que sus contemporáneos juzgarían extravagante.
De ahí el dandismo que tradicionalmente se le atribuye, el rasgo destacado por todos sus biógrafos como el más característico de su persona. Esa persona que es protagonista absoluta, encarnación suprema del narcisismo, de todo lo que escribió (¡y vaya si escribió Mansilla!), salvo los textos técnicos. Pero otros rasgos no menos sobresalientes lo apartan del dandismo tal como lo codificó su profeta, el hermoso Brummell. Según éste, el auténtico dandi no impresiona sino por el corte irreprochable y la calidad de las telas de su vestuario; nada debe ser ostentoso, ni llamativo, y hasta recomienda no aparecer nunca en público con ropas flamantes: conviene rasparlas un poco con un vidrio y estrujarlas, para que se las vea algo gastadas y arrugadas.
En Mansilla predomina, en cambio, una evidente teatralidad. Encarna un personaje, que es él mismo, uno y vario a la vez. Puede ser el militar corajudo, reventador de caballos en travesías de miles de leguas, capaz de resistir setenta y dos horas sin comer -pero tan sólo treinta y seis sin beber-, huésped en las tolderías de los ranqueles con su impecable uniforme azul y guantes grises en las manos, hermosas e inmaculadas. Envuelto, además, en una capa no reglamentaria (le encantará, toda su vida, trasgredir las normas), un verdadero manto de finísimo paño rojo, semejante al de los espahíes franceses en las guarniciones nordafricanas. Y puede ser el gran señor porteño, levita gris y estrechos pantalones del mismo color, sombrero de ala ancha, requintada, monóculo y flexible varita, que el fotógrafo de moda, el inglés Witcomb, retrata, mediante un truco con espejos, sentado a una mesa en animada conversación consigo mismo. ¡Cuánto le habrá complacido al general esa reiteración de elegantes, idénticos Mansillas, cuatro o cinco, contándose y volviéndose a contar las infinitas anécdotas de una vida increíblemente rica en peripecias, en aventuras, en personajes curiosos!
Un héroe de Verne
Porque mucho más que a un jinete romántico, capa al viento y sable refulgente en mano, si a alguien se parece Mansilla, más que a un dandi, más que a su admirado conde Alfred d´Orsay -entrevisto al paso en las mañanas de Hyde Park- es a un personaje de Julio Verne. Lucio Victorio pudo ser perfectamente el impasible Phileas Fogg, en su vuelta al mundo en alocada carrera contra reloj, o uno de esos extravagantes caballeros entregados a pasiones científicas, a los que el novelista francés hace descender al cráter de un volcán en Islandia, recorrer los mares en busca del insólito rayo verde arrojado por el sol poniente, o partir en cohete a la Luna.
Como ellos, tuvo Mansilla la afición desmesurada por la lectura de reseñas científicas. Lo fascinaban los inventos, los avances de la técnica, las exploraciones de continentes todavía vírgenes. Una curiosidad ilimitada espoleaba a su poderosa inteligencia. Hijo de su tiempo, se interesó tanto por la presunta ciencia de la frenología -reconocimiento del carácter de una persona por las características de su cráneo- como por la electricidad, la incipiente investigación del átomo, las andanzas de los espiritistas. Más que la naturaleza, las artes (cuya reina era, para él, la pintura), la física, la química, lo atraían las personas. Seducía al prójimo porque se interesaba por él: la gente agradece la atención que se le otorga, y Mansilla poseía esa innata cualidad de hacer sentir a su interlocutor como único, indispensable e irreemplazable. Es una cualidad imprescindible para los políticos; curiosamente, la política le fue siempre esquiva al general, quien persiguió en vano, durante años, un ministerio que sucesivos presidentes amigos le negaron; y hasta llegó a pensarse presidente él mismo.
Ocurre que solía pecar de indiscreto. Muchas veces lo traicionaba el impulso irresistible de imponer su criterio por encima de normas y leyes, convencionales, si se quiere, pero vigentes. De casta le venía: sobrino carnal de Juan Manuel de Rosas (su madre, la bella Agustina Rosas, era la hermana favorita del Restaurador), Mansilla pertenecía al linaje de estancieros dueños del país -y, sobre todo, de su provincia más rica, Buenos Aires-, señores feudales de horca y cuchillo, apenas atemperados sus excesos por la lenta infiltración de usos y costumbres de los dos países rectores de Europa, o sea, del mundo en el siglo XIX: Inglaterra y Francia. Como primogénito del famoso y acaudalado general Lucio Mansilla y de la no menos rica y dominante Agustina, Lucio Victorio fue criado y educado con casi espartana severidad, pero con un concepto hondamente arraigado de su posición social.
De Palermo a París
Nada hacía prever el destino literario de Lucio Victorio. Una educación fundamentada, como era de rigor entonces, en las humanidades clásicas, pero bastante dispersa, y el ya apuntado rango social lo llevaban a ser un gran señor dedicado, como quería su padre, al comercio de carnes, producción básica de las vastas posesiones familiares. A raíz de algunas turbulencias adolescentes, Lucio padre lo destinó, sin más, a un saladero que poseía entre Ramallo y San Nicolás. Con la estoica resignación que, pese a las escapadas imaginativas, no lo abandonaría nunca, el muchacho emprendió sus pesadas tareas. En la parca biblioteca del escritorio paterno encontró algunos libros franceses (desde la cuna le habían enseñado ese idioma, y también inglés, latín y griego, sin contar la frecuentación de los clásicos españoles, todavía vigentes entonces en el habla rioplatense) que lo atrajeron. De sopetón se presentó un día Lucio padre y encontró a su primogénito despatarrado en la cama, a la hora de la siesta, leyendo El contrato social de Rousseau. Sin más, tras advertirle que si uno era sobrino de Rosas no podía leer ese libro ni La nueva Heloísa , lo despachó a la India, con el pretexto de hacer negocios, munido de una fortuna, veinte mil libras esterlinas en monedas mexicanas de oro y plata, y de una guitarra provista de un moño rojo, regalo de "Mama" Agustina.
Como corresponde, Lucio Victorio casi ni se ocupó de hacer negocios en la India, donde arribó tras noventa y seis días de navegación. Muy pronto, después de recorrer Egipto y pasar por Estambul, estará en París, ciudad que desde entonces adopta como segunda patria. En comparación, Londres lo decepciona bastante. Allí se entera de los acontecimientos que se precipitan en Buenos Aires -Urquiza está a punto de pronunciarse contra Rosas- y emprende el regreso. Llega a fines de 1851.
"Desembarcó -informa su excelente biógrafo, Enrique Popolizzio- luciendo vestimenta extraña y fastuosa: pantalones angostísimos, llamativa levita muy larga, sombrero de copa alta, reluciente y puntiaguda". Desde el puerto, una turba de chiquilines asombrados y burlones lo sigue hasta la casa paterna, en la esquina de las actuales Suipacha y Alsina. No habían visto nada, todavía. Para ir a saludar al tío Juan Manuel y a la prima hermana Manuelita, en la residencia de Palermo, el dandi porteño se vistió así: pantalón gris perla, levita azul, chaleco rojo (naturalmente) con botones de esmalte, corbata de raso azul, de doce vueltas, alfiler de zafiro, botas angostas de charol, guantes amarillos y la famosa galera de felpa. "Mama" Agustina le sugirió usar, en vez del zafiro, un alfiler con la cabeza de Minerva labrada en coral; Lucio Victorio la prendió en la solapa, manifestando así, desde temprano, su desdén de las convenciones y su certeza de que la moda la impondría él. Su propia moda, claro.
Es de imaginar la sorpresa que atuendo semejante provocó en el cortejo que escoltaba a Manuelita. Muy tarde en la noche, Rosas por fin lo mandó llamar e invitándolo a sentarse a la mesa, procedió a leerle un larguísimo mensaje a la legislatura de la provincia, en tanto lo convidaba con arroz con leche. El pobre viajero recién llegado debió soportar una lectura que se prolongó hasta la madrugada y contabilizó siete platos de esa golosina, convertida ya en una tortura repugnante. La anécdota configura una de las páginas más justamente celebradas de Entre nos o Causeries del jueves , acaso la recopilación de textos -cinco volúmenes en el original- más significativa y reveladora del Mansilla íntimo, más allá de las excelencias narrativas y documentales de su obra mayor, Una excursión a los indios ranqueles (1869-70).
La caída de Rosas no sólo perturbó -apenas- las finanzas familiares. Lucio Mansilla padre, guerrero de la Independencia y honorable defensor en la Vuelta de Obligado frente a las escuadras combinadas de Francia e Inglaterra, resolvió alejarse por un tiempo de las costas del Plata y emprendió viaje a España con su hijo mayor. Del exilio guardará Lucio hijo el recuerdo de las veladas con los colegas de su padre que habían intervenido en la guerra contra Napoleón. Soldados encallecidos que evocaban sin tapujos, con la franca contundencia de la lengua española, los horrores de la contienda, tal como los registró Goya para siempre. De Madrid fueron a París, y allí los argentinos conocieron y trataron al inminente Napoleón III, todavía presidente de una Francia que se ponía mansamente a sus pies, y a su cortejada, la bella Eugenia de Montijo. Quiere la leyenda que Mansilla padre haya aconsejado a la noble andaluza aceptar la oferta matrimonial del emperador.
De regreso en la patria, Mansilla se casó, a los veintiún años, con su prima Catalina Ortiz de Rosas y Almada, de diecinueve. El derrocamiento del tío Juan Manuel afectó la fortuna familiar: era preciso trabajar. Entre otras múltiples tareas, sobre todo periodísticas, Lucio oficiaba de secretario del general Emilio Mitre. En tal carácter, intervino en la batalla de Pavón y allí, al ser designado "capitán de guerra", comenzó la carrera militar.
De todo un poco
Ya en el transcurso de aquel primer viaje de juventud llevaba Lucio Victorio un diario de sus andanzas, donde registraba personas y lugares que había conocido, anécdotas varias, reflexiones, ocurrencias. La vida militar en las fronteras de este país inmenso y despoblado implicaba rigores y peligros ciertos -los indios, sobre todo-, pero también una dosis inevitable de tedio. Y si bien Mansilla era un trabajador infatigable, que asombraba a todos por la capacidad de despachar intrincados asuntos burocráticos y disciplinarios, alternar con los notables del lugar y con los caciques, trazar completísimos relevamientos topográficos del territorio -muchos de ellos, de memoria, facultad que era en él excepcional-, cartearse con sus superiores y sus amigos en Buenos Aires, todavía le quedaba tiempo para anotar sus impresiones y, sobre todo, recordar las etapas de los viajes, pensamientos y frases cosechados en las caudalosas lecturas, sagaces retratos, a veces muy maliciosos, de personajes públicamente importantes o no.
Todo este colosal repertorio fue decantándose en su espíritu hasta impulsarlo a emprender, veinte años después de Una excursión..., una publicación semanal en el diario Sudamérica , las Causeries de los jueves , a las que, después de pensarlo mejor, rebautizó Entre nos , conservando el anterior como subtítulo. Cada artículo era dedicado a un amigo, o al menos conocido, del autor; la lista de esas amistades es inmensa y en ella figuran casi todos los nombres de la gente conocida de aquella época. Conocida por ser "gente bien", "gente como uno", o por alguna actividad sobresaliente, en especial en la política. Dado que aquella connotación social y esta otra, profesional, coincidían las más de las veces, bien puede decirse que se trata del catálogo de las personas que entonces, hacia 1890, respondían a la pregunta de una revista de actualidad en este año 2000: ¿quién tiene poder en la Argentina? Ellos lo tenían, y mucho.
Al margen de esas consideraciones sociopolíticas, si es que puede prescindirse de ellas en este caso, ¿qué atractivo tiene Entre nos para un lector de hoy? Mansilla posee una innata cualidad de escritor. De artista, si se quiere, ya que indudablemente disfrutaba de agudo sentido estético y no carecía, por cierto, de recursos expresivos muy nobles. Tiene el don de la velocidad: escribe con el ritmo sostenido y musical de quien habla, con las pausas, las inflexiones y la sencillez de una narración oral. Son, de verdad, causeries , esto es, conversaciones. Charlas de club, entre amigos: "entre nos", que nos conocemos y compartimos una visión del país y del mundo.
Es justo acusar al escritor de ligereza. Él lo sabía y, lejos de negarlo, con su típica complacencia, lo asume y hace de la carencia, virtud. Es verdad que escribe demasiado y que muchas veces extravía el tema en digresiones que pueden volverse interminables; y que sin necesidad, con astucia de folletinista por entregas, posterga hasta el jueves venidero una conclusión evidente (de ahí que en esta nueva edición de El Elefante Blanco se hayan suprimido algunos fragmentos prescindibles). Pero muchas de esas digresiones contienen a menudo elementos que cautivan al lector contemporáneo: el humor irónico, el escepticismo expresado con gracia, la mirada despojada de ilusiones y que termina por analizar sin falsa piedad, pero con la dolorosa herida del amor burlado, los defectos de los argentinos. Después, a medida que el general se acerca a su fin, esa mirada se vuelve más penetrante, más certera y más angustiada: un texto muy posterior a las Causeries , Un país sin ciudadanos , de 1908, podría haber sido escrito en la Argentina de hoy.
El vals de Francisco José
Los últimos años del general, que vivía en París asistido por su fiel criado gallego, Manuel Peña, no fueron felices. La única hija que le quedaba murió en plena juventud, como sus hermanos. Esa circunstancia acentuó la sensación de vacío que transmiten sus textos postreros, y el presentimiento de la destrucción del mundo en que le había gustado vivir, el mundo donde frecuentaba los salones aristocráticos e intercambiaba correspondencia amistosa con el conde Robert de Montesquiou, el modelo del barón de Charlus para En busca del tiempo perdido , de Marcel Proust.
Mansilla no nos perdonaría, sin embargo, una despedida melancólica y sin esperanzas. Mientras el lector aguarda reencontrarse con su inimitable estilo en las páginas de Entre nos , recorramos algunas anécdotas reveladoras de su más auténtica personalidad. Por ejemplo, cuando, enviado plenipotenciario a las cortes de Alemania, Austria-Hungría y Rusia, presenta sus credenciales al zar Nicolás II, notorio por la cortedad de genio que compartía con su mujer, la zarina Alejandra. Grande fue la sorpresa de los cortesanos cuando, en medio del increíble lujo ostentoso de la corte rusa, se asistió a la insólita prolongación de la entrevista más allá del límite protocolar. El gran conversador que era Lucio Victorio, chispeante y encantado de representar el papel de embajador, con el uniforme recamado de oro y cargado de medallas, estaba entreteniendo como nadie a la pareja imperial, en dos idiomas que hablaba a la perfección, inglés y francés.
También se hizo amigo del venerable emperador de Austria, Francisco José, y ambos intercambiaron confidencias sobre lo que significaba estar casado con una mujer relativamente joven. Porque Mansilla, viudo, ya en sus altos años volvió a casarse con una dama inglesa, pero de familia argentina radicada en Inglaterra, Mónica Torromés, viuda a su vez de un banquero. Se casaron en la catedral católica de Westminster, en Londres, el 9 de febrero de 1899, y los sobrinos del general, descendientes de su adorada única hermana, Eduarda Mansilla de García, estaban preocupados por el tema de la confesión. Mansilla nunca había sido ferviente católico y la familia decidió vigilarlo con discreción para ver si se confesaba correctamente. Asombrados, lo vieron regresar del confesionario casi de inmediato, y lo interrogaron: ¿cómo?, ¿tan poco tiempo para examinar una conciencia de tantos años? El les contestó, secamente: "Le dije al cura que amé a muchas mujeres y maté a muchos hombres. ¿Qué más?"
Por Ernesto Schoo
Para La Nación - Buenos Aires, 2000
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