Poco después de la caída de Rosas, el general Lucio Norberto Mansilla, héroe de Obligado y jefe de las fuerzas defensoras de la plaza que, constituidas por inválidos y vigilantes viejos, no habían podido contener los desmanes de los dispersos, se embarcó hacia Europa. Lo acompañaban sus hijos Lucio Victorio y Lucio Norberto, que no tardaría en suicidarse frente a tres mil atribuladas personas en la Plaza de Mina, en Cádiz. Pudo intentar, como muchos, acercarse al general vencedor, pero prefirió alejarse, teniendo en cuenta que si había sido diputado unitario en tiempos de Rivadavia, también era cuñado de Rosas. Marchóse al Viejo Continente en el mismo buque en que viajaba Domingo Faustino Sarmiento, quién, como se ha dicho, se había enemistado con el general Urquiza por el restablecimiento del cintillo punzó, manteniendo gratas conversaciones con el sanjuanino volcánico. En cambio, Lucio Victorio, apenas un muchacho, que sin embargo ya había recorrido mundo, tuvo un violento altercado con el boletinero del Ejército Grande, al punto de pedirle satisfacciones en el campo del honor.
El general Mansilla llevaba, como Prudencio Ortiz de Rozas, su bolsa repleta de dinero, y contaba con el respaldo de una considerable fortuna. Perseveraría, pues, en su afición por los convites y por relacionarse con la sociedad de los países que visitara. Tenía la idea de instalarse en París, mientras durase su exilio, al que no había querido acompañarlo doña Agustina, incapaz de afrontar un prolongado viaje y de dejar por largo tiempo a su amada Buenos Aires. En la capital francesa, la casa del antiguo oficial de San Martín fue centro de una activa actividad social. Allí se trenzaban en interminables discusiones los eminentes políticos españoles Donoso Cortés, Martinez de la Rosa – a quién el gracejo de sus paisanos había dado el mote de Rosita, la pastelera por su habilidad para las componendas – el general Prim, etc. También el frecuentaba, hacia 1855, una joven interesante y graciosa, bellísima para el gusto de la época: Eugenia de Montijo, condesa de Teba, a quién Mansilla había conocido en la casa del plenipotenciario de Chile, Rosales. La amistad entre el veterano guerrero y la futura emperatriz de los franceses creció vigorosa y entrañable, máxime cuando el general, luego de un baile en las Tullerías, presidio por el propio Napoleón III, habíale pronosticado, con entonación hispana: “Mira, chica, si te andas con tiento, el franchute éste caerá en el garlito”. De más está decir que a partir de entonces Eugenia redobló su gracia y salero, dedicada a conquistar al emperador…
El general Mansilla llevaba, como Prudencio Ortiz de Rozas, su bolsa repleta de dinero, y contaba con el respaldo de una considerable fortuna. Perseveraría, pues, en su afición por los convites y por relacionarse con la sociedad de los países que visitara. Tenía la idea de instalarse en París, mientras durase su exilio, al que no había querido acompañarlo doña Agustina, incapaz de afrontar un prolongado viaje y de dejar por largo tiempo a su amada Buenos Aires. En la capital francesa, la casa del antiguo oficial de San Martín fue centro de una activa actividad social. Allí se trenzaban en interminables discusiones los eminentes políticos españoles Donoso Cortés, Martinez de la Rosa – a quién el gracejo de sus paisanos había dado el mote de Rosita, la pastelera por su habilidad para las componendas – el general Prim, etc. También el frecuentaba, hacia 1855, una joven interesante y graciosa, bellísima para el gusto de la época: Eugenia de Montijo, condesa de Teba, a quién Mansilla había conocido en la casa del plenipotenciario de Chile, Rosales. La amistad entre el veterano guerrero y la futura emperatriz de los franceses creció vigorosa y entrañable, máxime cuando el general, luego de un baile en las Tullerías, presidio por el propio Napoleón III, habíale pronosticado, con entonación hispana: “Mira, chica, si te andas con tiento, el franchute éste caerá en el garlito”. De más está decir que a partir de entonces Eugenia redobló su gracia y salero, dedicada a conquistar al emperador…
Este manifestaba admiración y respeto hacia Mansilla. Contemplado al llegar con cierta indiferencia por la aristocracia francesa, bastó que el soberano hiciese notar su afecto por el altivo defensor de Obligado y subrayara el heroísmo en la lucha contra la escuadra anglofrancesa, para que se le abrieran los salones. A medida que Luis Napoleón acentuaba su deferencia, aumentaban los convites. “Aquello había llegado a ser insoportable”, según recordó muchos años más tarde su vástago autor de Una excursión a los indios ranqueles.
Dígase al respecto que resultó particularmente grato para don Lucio Norberto retribuir atenciones a los generales y almirantes contra los que había combatido en el Plata. “Agradecido el general y siempre magnífico - dice su nieto Daniel García-Mansilla- quiso retribuirle con creces tan señalada cortesía, convidando a su vez a los dignos jefes franceses a otra cena en la llamada Maison Dorée, a la sazón el mas afamado restaurante de la capital y que yo he llegado a conocer. Fue tal el lujo y refinamiento desplegados en los menores detalles de aquella fiesta, que llegó a costarle a mi abuelo la suma, fabulosa en aquellos tiempos, de sesenta mil francos; no sé a la verdad, qué cosas ni qué vinos se presentarían allí, pero aquello quedó como legendario en la casa”
El emperador acentuó su interés en “la española”, como la llamaban con cierto despecho las damas de la corte, y como Mansilla, era “uña y carne” con la condesa, según expresión de su hijo, Napoleón oyó con entusiasmo los elogios que aquél prodigaba a las virtudes y bellezas de “la de Montijo”. En efecto, recuerda Lucio Victorio en Entre Nos que la injerencia “del general americano en el imperial desposorio sería una página tan interesante como curiosa, a la vez que daría la medida de la extraña influencia que en todas partes y en ciertas regiones sociales suelen tener los extranjeros de talento o sin escrúpulos, influencia intérlope, sutil y raramente platónica, que fue el caso de mi padre”
La boda se realizó, los Mansilla regresaron a la patria, y don Lucio Norberto, general decano del Ejército, siguió a través de las frecuentes noticias que traía La mala de Europa los sucesos que llevaron al cenit y posterior declinación del Segundo Imperio, que caería definitivamente tras el triunfo de Alemania en Sudán. Quizás en sus últimos días, en 1871, cuando la fiebre amarilla asolaba Buenos Aires, el militar evocó las felices jornadas en el Bois de Boulogne y las cacerías en Compiegne, mientras acariciaba a sus cuatro gatos, que fueron casi la única compañía de sus restos en la ciudad abandonada…
NOTA: Artículo extraido del libro titulado "La patria, los hombres y el coraje" Historia de la Argentina Heroica, cuyo autor Miguel Ángel De Marco, publicó en la editorial Planeta, en Buenos Aires, en el año 1998.
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